Su
entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses,
quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los
mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos
meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido
dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los
payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los
compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al
recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran
exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre
entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo
inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a
un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba
siendo más difícil soportar su curiosidad.
Entonces preparó la frase y en el
momento oportuno se la dijo al padre: “¿No habría forma de que yo pudiese ir
alguna vez al circo?” A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el
padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que
veas a los trapecistas.” En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a
salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando
empieza ese número?” “Bueno”, contestó el padre, “así, sí”.
La madre compró dos entradas y lo llevó
el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre
un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron
unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez
aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos,
pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron —ahora
sí— los payasos.
Su interés llegó a la máxima tensión.
Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de
aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y
el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores
se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún
de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la
milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros
dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que
era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la
pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca
cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el
pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible,
con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más
cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos
aplaudieron, aun la madre de Carlos.
Y como después venían los trapecistas, de
acuerdo a lo convenido la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle.
Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio.
Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once
de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de
una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y
después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada. “¿Es por los
trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?”
Ya era demasiado. A él no le interesaban
los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque
los payasos no le hacían reír.
(Mario Benedetti)
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